martes, 1 de febrero de 2011

44

El vinaco se reía estruendosamente, como desarmándose cada vez que lo hacía. Marcaba la jota, la u y la a de manera sobreactuada y sólo él se reía de sus chistes. Maldita su gracia.
Un día de los que pasó por casa, papá no estaba y a mí me sorprendió verle allí, golpeando la puerta desde la calle con desenfreno. Él no me descubrió, así que yo no le abrí. Mamá, que no había salido ese día y se encontraba extraordinariamente en la cocina, no oía los golpes.
El vinaco rodeó la casa y al llegar a la cocina vio a mamá dentro; golpeó con furia el cristal de la puerta de atrás llamando su atención e imagino, porque no pude verlo, que a mamá le cambió el rictus. Ella sí que conocía mi presencia en la casa, así que antes de recibir al apestoso invitado, se dirigió a la estancia principal y me gritó: “Ni te muevas”, con una grave y atronadora potencia que aún perdura en mi memoria.
Fueron, diez, veinte, no sé, treinta minutos, que avanzaron como horas. Cuando mamá volvió a abrir la puerta, no la quise mirar a la cara, pero me agarró con violencia de los brazos y me dijo con una imponente y desgarradora voz: “Nunca tengas pánico. Si te lo huelen, te matarán”.

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