martes, 11 de enero de 2011

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Me encanta lanzarme en paracaídas. Lo practico desde hace siglos y, francamente, es de las situaciones más confortables que he vivido en mi azarosa vida. No solamente es por la increíble sensación de unicidad del momento. No, realmente no es por ello. Tampoco es por el miedo recurrente que, lejos de convertirse en rutinario cada día que me toca lanzamiento, se transforma en una experiencia distinta, me conduce a lo más cerrado de mí y me hace preguntar ¿qué hago aquí? Ni lo es por el maldito ego que me hace creer ser un héroe ante los míos.
Arrojarte al vacío, a gran altura, chocar contra nada y descubrir a golpes la fuerza de la gravedad, puede parecer tan impactante como el propio choque. Pero tampoco es por ello por lo que me apasiona lanzarme en paracaídas.
Me fascina mi vida. He sufrido. He llorado. He amado. He vivido.
Y quiero seguir viviendo. Por eso me encanta lanzarme en paracaídas. Porque sé que cuando lo hago, hay una sucesión de protocolos inevitables, de secuencias ordenadas, de pulcros mecanismos que se van a cumplir de manera precisa para que pueda seguir disfrutando mi vida. Comprobar el arnés, revisar la campana, limpiar las gafas, saludar al piloto… ¡Qué maravilla! Todo a punto. Empezamos.
Me llamo John K. Mulligan y esta es mi historia.

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