martes, 18 de enero de 2011

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Creo que va tocando esclarecer la historia de mi vida pues, hasta ahora, estos bocetejos que he ido bosquejando días atrás sólo aportan drama y confusión.
Pero hoy no es el día. Entre otras cosas porque aún no he recordado nada acerca de la etapa de mi vida en la que trabajé en la cocina de un gran hotel en Nueva York, colaborando, mano con mano, mandil con mandil con el chef y del que aprendí como con nadie antes. Lo de ayudante fue un título que gané tras la primera vez que se dignó a dirigirme la mirada y por ende la palabra, varios años después de mi llegada al hotel aunque habiendo compartido espacio para nuestros personales pensamientos.
Con el chef aprendí a amar mi trabajo. Él lo desconocía, pero meticulosamente analizaba todos y cada uno de sus movimientos, la elegancia con que manejaba los diferentes utensilios, la certeza de la elección de los recipientes adecuados, el éxtasis logrado al conseguir el aroma perseguido, el triunfo del color, la precisión del corte, la minuciosidad de los procedimientos. Yo le aporté mi innata meticulosidad a la hora de controlar los tiempos en la cocción y las medidas exactas y precisas.
Creo que formamos una buena pareja y por eso nuestro final fue similar al de todas las parejas. Se acabó.

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