martes, 11 de enero de 2011

18

Tendría siete años pero lo recuerdo vivo en mi lánguida memoria. Mamá me encargó recoger habas de un terreno a las afueras del pueblo. Ni las habas, ni el terreno nos pertenecían; no eran habas de primera, ni siquiera de segunda, ésas ya estaban en el remolque, se trataba de los restos que no habían sido escogidas.
Y allí estaba yo, acopiando, cuando de repente, una sombra me sorprendió y tras ella se  presentó el guarda que, como primer saludo, me reventó la bolsa de un manotazo. Después, pisoteó mis seleccionadas habas e hizo lo propio con mis costillas.
Salí huyendo, despavorido y no sé si con más miedo de la paliza que me encontré o del disgusto que daría a mamá y del que desconocía su reacción. Llegué a casa, relaté lo sucedido y sólo me dijo que cogiera un saco, el mayor que viera, y la acompañara.
Recuerdo el camino de vuelta a ese infame terruño, acompañando a mamá cuyo rictus no sé si era de orgullo, rabia o desesperación. O todo a la vez. Llegamos adonde el guarda y mamá sin mirarle a la cara se dispuso a llenar el saco con las habas que le pareció. El guarda masculló excusas baratas pero no dijo nada.
Y en su mundo, papá daba pábulo a unos y a otros.

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