martes, 11 de enero de 2011

21

Sara, mi hermana mayor, ejerció de madre para conmigo. Tenía catorce años cuando nací, así que supongo que pude resultarle hasta gracioso y por eso se desvivía en vestirme y desvestirme como si fuera el muñeco con el que nunca jugó. A mamá, imagino, que estas atenciones le vendrían de perlas para poder dedicarse a esas amigotas con las que compartía horas cada día. Por esto, durante mis primeros años, sólo perdura en mi memoria, Sara.
Cuando mamá aparecía por casa, el ritual era siempre el mismo, rápido paso por el aseo, saludo efusivo a papá y alharacas y aspavientos varios acerca del amor que tenía a cada uno de sus cinco hijos. No la recuerdo una sonrisa de felicidad en años, pero sí una sonrisa estudiada y trabajada que transmitía confianza y convertía la preocupación que rondaba nuestra casa en naturalidad y tranquilidad.
Supongo que si uno vive creyendo que es feliz, sobre todo en la infancia, acabará siendo feliz y creciendo y desarrollándose como persona sin trabas ni cuitas. En cambio, si cada día analizas fehacientemente tu situación y tratas de buscar una explicación a la mierda que estás viviendo, acabarás rebozándote en ella y convirtiéndote en otro despojo más.
Papá amaba a mamá, pero la descuidó. Mamá amaba a papá pero tenía que sacar adelante a una familia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario