viernes, 14 de enero de 2011

29

Actualmente mis días son muy pesados y por no serlo yo, no prolongo la u de muy. Sé que son días de veinticuatro horas, igual que lo son los de todos los personajes de este mundo e igual que lo fueron mis días de los buenos tiempos, cuando parecían ser de veinticuatro minutos.

No hago nada solo. No sé si sabría hacerlo, pero el caso es que no me dejan, no se fían de mis escasas mañas. Me despiertan temprano, ¿para qué carajo me despiertan temprano si lo tengo todo hecho ya?, me asean, me visten, me desayunan, ya quisiera yo, me divierten ¡ja!, me quitan conversación, porque no me la dan, me pasean, me dan de comer, me ayudan a reposar cuando no quiero reposar, me despiertan de la siesta cuando más a gusto estoy, me llevan por no sé donde, pero luego me traen, me dan de cenar, me acuestan, me duermen y se van.
Es entonces, cuando empieza mi vida, me despierto, me levanto, pongo en orden mis desmemorias, recuerdo mis recuerdos, me alegro de no perderlos todos, escribo unas letras, llamo a alguna vieja amiga, perdón, a alguna amiga vieja, viene a verme y de paso me toca. Son los dos mejores minutos de mi día.
Todo el párrafo anterior es mentira. Piadosa o no, pero mentira.

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