martes, 11 de enero de 2011

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He trabajado mucho, entre otras razones porque he tenido mucha suerte y tengo muchos años. Una de mis experiencias profesionales más recordadas fue cuando ejercí de consultor en una gran empresa de no recuerdo a qué menesteres se dedicaba. Pero eso da igual.
Oí por ahí, que un consultor era una persona que te quita el reloj, te dice la hora y, además, te cobra por ello. Qué tarea más desvergonzada. Pero qué razón tenía ese argumento.
Como buenos consultores que éramos, debíamos explicar a la gente en qué consistía su trabajo, cuando nosotros carecíamos de la experiencia necesaria y de, por tanto, los conocimientos requeridos. Ahora bien, nuestra imagen era espectacular, nos habían educado en el proceloso mundo de las habilidades directivas y sabíamos un par de anécdotas recurrentes, que nos convertían en llegadores, visionarios y triunfadores. La anécdota más repetida era la del gigantesco ahorro de costes que tuvo una aerolínea al suprimir una aceituna de sus aperitivos. Y nosotros nos lo creíamos.
Imberbes e inocentes rendidos al engaño del capital. Traidores al fin y al cabo y no sé si responsables directos o indirectos de la quiebra del sistema. Me creo tan grande que me creo capaz de hundir el mundo, pero, ¿no seremos los culpables por acción u omisión de haber llegado a esta situación tan oscura?

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