martes, 11 de enero de 2011

4

¡Échale huevos! Échale huevos, me decían cada vez que, a la hora del almuerzo, me tocaba servir la mesa a los chaches. De quien provenía esa armoniosa frase, que se ha  quedado a vivir en mi atribulado cerebro, era de papá, que tras terminar su hazana diaria no tenía fuerza ni costumbre para continuar y me dejaba a mí los menesteres de ser la chacha de los chaches. Qué tiempos.
Mamá, en cambio, no me decía nada. No decía nada al menos en casa, porque pasaba poco rato en ella. Le gustaba compartir tertulia y empanadas con sus amigotas jugando a cartas a un extraño juego que nunca comprendí. Podían pasarse horas sin mover un músculo antes de posar un naipe en el experimentado tapete. Pero cuando les venía el nervio, sus movimientos eran tan vertiginosos que parecían centellas enojadas. Creo que estaban locas. Y me daban mucha envidia.
Añoro a papá. De tantas hostias que me dio, mi cabeza instintivamente se dirige cada día a la encimera donde escondo sin demasiado tino el whisky de los baratos (¿es que hay otro?). Tras tomarme una o dos copas, durante las cuales rememoro lo que pudo haber sido y no fue, me recompongo, guardo la botella, esta vez con la intención de ser cumplidor en la tarea y maldigo esta puta vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario