miércoles, 26 de enero de 2011

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Soy un antisocial. Supongo que algo habré mejorado con los años, pues antes era un perfecto antisocial. Lo que ocurre es que me estoy atemperando y voy conociendo el proceloso mundo de las relaciones sociales. Justo ahora que no me relaciono con nadie.

Nunca me han gustado las conversaciones de ascensor, vacíos diálogos condenados a morir en apenas unos segundos y que se han producido por casualidad. Cuando me encontraba en una situación así, mi cabeza bajaba hasta el punto de que parecía querer despegarse del cuello y aunque mi interlocutor me comentara las bondades o maldades del tiempo, según la estación en que estuviéramos, yo solamente acertaba a decir, psé o psá dependiendo del día que tuviera.

Las reuniones sociales tampoco eran mi fuerte salvo una excepción; que hubiera niños. Entonces mi comportamiento cambiaba radicalmente. Ya sabía con quien iba a tener las mejores conversaciones del día. Me gano a los niños, es algo innato, aunque la verdad, no sé quién gana a quién porque de ellos ansiaba aprender esa espontánea espontaneidad que luego intentaba plagiar yo mismo en algún otro contexto pero que ni de lejos conseguía.

En alguna época pasada, consciente de esa fama de antipático que nada me había costado ganar, pretendí el juego del cambio de actitud. Fueron las dos horas más raras de mi vida.

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