martes, 11 de enero de 2011

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Era 1930 y papá decidió que lo mejor para todos era que nos marcháramos a otro país, a otro continente. Él, en cambio, prefirió quedarse, pues corrían tiempos difíciles en España y no quería aparentar ante nadie ser un desertor. Papá hablaba muy bien, vestía muy bien y creo que le querían en su entorno. Se relacionaba con políticos de postín, con militares de alto rango y medio pelo y hasta con algún vestigio de la santa madre iglesia. Le llamaban pico de oro, pero a él no le molestaba; hasta me guiñaba un ojo y se reía cuando así le llamaban.
Papá era un cínico en el sentido menos despectivo del epíteto, pero si algo amaba sobre todas las cosas era a mamá y, por ende, a su amplio linaje. Por eso y porque su amigo el concejal le estuvo manejando las neuronas durante meses explicándole que el país se venía abajo y que todo iba a confluir en un desastre, es por lo que decidió que mamá y cuatro de sus hijos se tenían que marchar de su lado.
No sé que hubiera sido de mi vida si me hubiera quedado en España y hubiera sufrido en mi carne aquélla penosa guerra entre hermanos. Nunca la llamé civil, en todo caso fue una guerra incivil. Sólo de recordarla, enfermo.

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