martes, 11 de enero de 2011

12

Nunca he sido un hombre grande. Soy un poquita cosa con menos hueso que músculo y menos músculo que carne. Además, de potencia de voz tampoco ando sobrado. Un tirillas, vamos.
El caso es que he vivido toda mi vida siendo consciente de esta circunstancia, pero ello no ha sido óbice para haber sido escuchado, pues lo que he tratado de llevar por bandera en mis conversaciones con público ha sido el resultado de mis ideas y creo que no me ha ido mal del todo.
Pero ahora, con la carga de años que llevo en mi espalda, noto como mi entorno me respeta en las formas, pero desconoce que me humilla con sus actitudes. Sin querer ofenderme, lo hacen continuamente, puesto que cuando me encuentro en cualquier reunión de más de cuatro personas y perpetro la remota posibilidad de decir una palabra, se produce un silencio sepulcral que lejos de ser reverente se convierte en un incómodo acto de protagonismo hacia mí, los ojos se desvían, las miradas se giran, se me clavan en no sé qué parte y lloro y pataleo por dentro por no tener la suficiente lucidez que se me supondría.
Cuando me pasaba antes, mis amigos se reían. Cuando me pasa ahora, mis amigos piensan que me hacen un favor no diciéndome lo que verdaderamente piensan.

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