martes, 11 de enero de 2011

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Me encanta la gente. Creo en las personas. Me apasiona escuchar lo que dicen y también cómo lo dicen. El lenguaje de los gestos, el de las intenciones; ese mensaje que inconscientemente transmiten cuando se expresan con naturalidad. Y es verdad que siempre he sido un especialista en anticiparme a la mentira.
Recuerdo un caso, hace al menos cuarenta años, en el que el acusado, Waldorf, me decía sin palabras y sin pestañear que él no era el responsable del horrible acto del que le acusaba. Yo escudriñaba cada una de sus muecas, me preguntaba por su falta de sudoración, analizaba sus aparentemente imperceptibles gestos pueriles que sólo me transmitían inocencia. ¿Era Waldorf… inocente?
Pero un hecho provocó un giro en los acontecimientos. Mamá se presentó en la alcoba interrumpiendo nuestra tensa situación creada, mirándonos a ambos a los ojos, permitiéndome percibir sus ojos inyectados en sangre y preguntando voz en grito ¿¡Quién se ha hecho caca en la alfombra!?
Waldorf, presa de sus nervios salió corriendo de allí y sus ladridos perduraron hasta la noche. Yo en cambio, empecé a sudar, pestañeé como un energúmeno, la miré sin mirarla, procurando que nuestras miradas no llegaran a cruzarse ni durante un segundo y balbuceé como un niño, tanto, que ese día aprendí casi todo lo que sé de lenguaje no verbal.

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