domingo, 30 de enero de 2011

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Siempre me preguntaba por qué al llegar a casa, la única que me recibía con verdadero amor y entusiasmo era mi perrita, Thelma.
No he sido persona que haya amado a los animales, antes de Thelma, claro. Si acaso me gustaban los peces de colores, pero creo que ésta era una afición decorativa. Mi opinión era que los animales deberían vivir en las cuadras, en las calles y nunca compartiendo y transmitiendo gérmenes a los verdaderos y únicos poseedores del hogar. Así de cretino era.
Pero tras vivir diez años con un perro, me di cuenta de que, desde el día en que entró en casa hasta hoy, que ya hace más de treinta años que se fue, Thelma formó parte de mi familia.
Un perro nunca siente la peligrosa comodidad de la seguridad. Cuando te ve es como si le estuvieras haciendo el favor de amarle, así de endiosado te hacen sentir. O si le dejas atado en la calle porque no le dejan entrar en algún sitio público, se ven humillados y dudando de su abnegado buen hacer que les ha llevado a esa indignante situación. De ahí, la inmensa alegría que transmiten cuando, salvador, les rescatas de esa condenada correa.
En cambio, las personas cuando sentimos la seguridad es cuando entramos en el inicio de nuestra recta final.

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