domingo, 23 de enero de 2011

36

Qué alegres comenzamos cualquier tarea, cualquier momento, cualquier acontecimiento y qué cambio de rictus se nos produce, que hasta cambiamos de tonalidad de piel, cuando las cosas no son como parecen, o al menos como parecían.
Algo así me pasó cuando de niño, seis, siete años, no recuerdo, mi hermana Lucy, la que creció y de hecho nació conmigo pues no en vano éramos gemelos, me convencía para ir a jugar con ella y sus amigas a los juegos de niñas que acostumbraban. Como papá no se ocupaba y mamá tampoco, Sara, quedaba encantada, de que estuviéramos juntos puesto que así se suponía nos cuidaríamos el uno a la otra, o viceversa y así la liberábamos de uno de sus múltiples quehaceres diarios.
Así que me iba contento a jugar con Lucy, pero las risas tornaban en enfado en cuestión de minutos cuando, por un lado, mi hermana y sus amigas me utilizaban como un muñeco más de los pocos que poseían y, si esto fuera poco, mi hermano Henry dudaba de mi incipiente hombría y se mofaba con sus amigos de mis femeninas aficiones.
Estos comentarios no me hicieron demasiado daño, ni me afectaron en la formación de mi personalidad. ¿O sí? Seguramente, si hubiera sido una carga tan liviana como la que creo, no estaría hablando ahora de ello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario