martes, 11 de enero de 2011

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Corrían las aguas revueltas en Asturias durante los primeros años de mi vida. Yo, evidentemente, no percibía nada, aunque cualquiera podría discernir entre el seguro transitar del tren y su posible descarrilamiento.
Recuerdo que en 1928, papá hablaba con mucha gente que nos agasajaba en casa. Nuestro caserón de casi doscientos años de antigüedad, con más fachada que interior y más hornacinas que reliquias, fue mudo testigo inquebrantable de la cantidad de personalidades que por allí deambulaban. Creo que nadie conocía nuestra inestable situación real, aunque es cierto que en la apariencia mamá no se manejaba mal.
Venía con regularidad el concejal, que llegó a ser muy importante en la vida pública asturiana. Creo que fue alcalde de una importante localidad y hasta fundó un sindicato años atrás. Me parecía muy buena persona. Cuando me veía, intentaba pellizcarme en el lugar donde otros tienen mofletes y me decía:
-Cuando crezcas, serás mi mejor lugarteniente. Tengo mucho trabajo para ti.
Yo no entendía nada, pero a él le aceptaba en casa.
En cambio, otras visitas despertaban en mí sentimientos de repulsa. Recuerdo sentirme arrollado por un caballero de oronda figura y del que mamá decía que era como el mal vino; cabezón, con mal cuerpo y mal olor. Años después descubriría que el vinaco influiría en algunas decisiones que cambiaron mi vida.

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