miércoles, 26 de enero de 2011

38

1930. Cinco caros pasajes de tercera en un gran barco transoceánico que cubría la ruta Vigo – Nueva York. El traslado a Vigo fue peculiar, pero quizás se cuente en otra ocasión.

El Alfonso XIII era el barco que nos cobijaría durante dos semanas, nombre efímero, pues al año siguiente lo rebautizarían como Habana, cosas de los políticos. Era una nave impresionante y más a los ojos de un crío de ocho años que no había salido de su pueblo más que en esporádicas ocasiones y siempre a parajes cercanos.

Antes de hacer acto de presencia en la embarcación, los catorce días de trayecto se me hacían cortos pues era inmensa la ilusión que tenía de estar allí, una vez mitigados los disgustos de dejar a papá y a Sara en casa. Pero a los veinte minutos de iniciado el rumbo, ya estaba deseando llegar a puerto. Nuestro camarote era acérrimo enemigo del equilibrio y provocaba aleatorios bamboleos en los que mis ojos no fijaban su objetivo en un sitio fijo. De ahí que mis mareos nacieran, crecieran y se desarrollaran durante dos largas semanas.

Mamá me cuidó como nunca hasta entonces había hecho y eso hizo que mi primer y único viaje en barco permanezca dulcemente en mi recuerdo acurrucado al confortable regazo y al olor de mamá. Qué tierna sensación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario